De no ser porque una amiga me lo regaló, ni de coña hubiera
leído nunca este libro. Un libro de aventuras en África, con porteadores negros
cargados hasta límites sobrehumanos y tratados como esclavos a las órdenes de
dos blanquitos en busca de fortuna en plena caída del colonialismo. Pfff…
Simplemente imaginarlo me aburría. Muy visto, muy clásico, muy… de todo. Sólo
me producía una cosa: pereza. Bueno, no; dos cosas: pereza y rechazo. Ya había
demasiados libros y películas en toda la historia de la humanidad que se habían
ocupado de lo mismo. Pasaba. A por otro, pensaba entonces.
Además, por la época en la que salió Pandora en el Congo, el
2005, tenía fresco el recuerdo del anterior libro del autor, La piel fría. (Algo curioso, porque mira
si tengo mala memoria que cuando leo un libro suelo olvidarme de él en un plazo
(asquerosamente) breve de tiempo, pero con La
piel fría todavía hoy retengo algún que otro retazo y no puedo sino
catalogar ese libro como bizarro). Recuerdo unos bichos, como lagartos y el protagonista
enrollándose con una de las hembras… ¿Zoofilia? Posiblemente. Sí. Casi seguro
que sí.
En fin, que mi memoria es, parafraseando el libro que nos
ocupa, como una mujer eternamente
preñada: siempre tiene caprichos.
Con todo este preámbulo que (hábilmente) estoy deslizando en
la reseña como quien no quiere la cosa, no quiero decir que La piel fría no me gustara tanto como
para no leer Pandora en el Congo, sino que el tema de Pandora unido al
desagradable recuerdo de algún punto de La piel fría no propiciaba precisamente
que el primero figurara en mi lista de libros a leer en… esta vida.
La reseña completa, aquí.
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