Imagina
que eres un niño de nueve años. Vives en una cabaña en un bosque de Nebraska
con tu padre. Imagina que te encuentras en pleno apocalipsis o postapocalipsis,
según se mire (aunque ni eres consciente de ello ni tienes ni zorra de lo que
eso significa porque todo tu mundo se reduce a un bosque, al bosque, y no
conoces nada más que lo que tu padre te ha enseñado para sobrevivir el día que
él falte, y tampoco conoces a nadie más, por lo que no sabes cómo era el mundo
antes). Más allá del bosque hay fuego e infierno, demonios y cosas malas y que
dan miedo, y los árboles son la barrera que, dice tu padre, evita que el fuego
entre y os queme, y por eso rezáis, para que algún día podáis los dos subir con
mamá. Pero tú has estado al borde del bosque y no has visto ningún fuego. Solo
nieve y postes telefónicos, que no sabes que son postes telefónicos, a los que tú
llamas cruces caídas. Imagina que el “accidente” es un virus o enfermedad que
acaba con todo humano tarde o temprano y que eso es algo sabido por todo el
mundo.
Reseña completa en LyL.
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