De todos los genios temperamentales, incomprendidos, malhumorados, obsesionados con su arte, despeinados y alemanes, Beethoven es mi favorito. De siempre. Habré oído la Novena Sinfonía unas trescientas veintisiete veces. La Quinta y la Heroica unas cuantas menos. La sonata del claro de luna por ahí le ronda, y repito cada vez que quiero entristecerme y compadecerme de mi vida. Si supiera tocar el piano, la tocaría a menudo. De Para Elisa ya me sacié hace tiempo y la aborrezco. Disfruto con la película Copying Beethoven y con libros como La décima sinfonía y con el misterio de la carta a la amada inmortal y tengo enmarcada una lámina del Testamento de Heiligenstadt. Además, pinté un busto de su cabeza (de color cobre todo entero, no me esmeré mucho, la verdad, pero era joven e inocente y de ilusión desbordante en aquel entonces, no me lo tengáis en cuenta, joder) y una reproducción del cuadro de Warhol. Vaya, que me mola Ludwig queda claro ¿o qué?
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