Siempre quise escribir como Manuel Rivas. Cuando leí El lápiz del carpintero o ¿Qué me quieres, amor?, por citar los dos primeros que me vienen a la cabeza, y que seguramente fueron los dos primeros que leí de él, solo podía pensar en eso. En apropiarme de su estilo, de su voz. En robarle como un vulgar ladronzuelo, y en defenderme, si acaso era descubierto (cosa que para que se diera, como mínimo tendría que haberme publicado alguna editorial…), que no era un robo, sino un homenaje. En contar las cosas normales de la vida, las cosas que suceden porque tienen que suceder y que no son importantes, sino meros episodios breves dentro de la existencia de unos personajes que se podían palpar y sentir con absoluta certeza.
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