“Era guapa, esbelta y su cabellera pelirroja sobresalía bajo un sombreo de tela. Llevaba un vestido estrecho que se le arrapaba al cuerpo y dejaba a la vista unos generosos pechos y unas nalgas pretenciosa. La joven no caminaba, desfilaba. Dios, aquella chica era tan guapa que le haría perder la cabeza a cualquier santo. Y yo, de santo, poco, pero me gustaban los pechos. Como sacerdote, tuve que hacer voto de celibato, pero eso de la castidad me costaba horrores.”
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