Por desgracia, estaban en lo cierto. No erraron quienes
vaticinaban que con la llegada del nuevo año el mundo tocaría a su fin por
nuestros pecados.
Semanas antes, el pueblo, bullía y se tomaba a chanza a
aquel escaldo caído en desgracia. Reían y le increpaban, le lanzaban huevos
podridos y tomates maduros. Si le hubiéramos hecho caso… dudo que hubiera
servido de algo.
El día antes muchos no salieron de sus casas; tal era su
miedo. No había sucedido nada anormal, pero se dejaba sentir en el ambiente.
Había algo, invisible, extraño, anómalo, que había aterrorizado a nuestra
pequeña villa.
Los animales compartían, como si fueran parte de la familia,
las mismas estancias que nosotros. Todos hacinados, humanos y bestias, sin
hacer ruido, como si el ruido fuera a conjurar el desastre. Rezábamos a Dios, a
la Virgen y a los Santos en silencio. No hacíamos nada más durante todo el día.
El día siguiente no salió el Sol. Ni al otro, ni al otro, ni
al siguiente… Las tinieblas se adueñaron del cielo como si el mismo Averno se
hubiera instalado en él, y solo de vez en cuando un jirón de cruel esperanza
escapaba de las negras y humeantes nubes. Cuando eso ocurría, era absorbido por
aquel enorme, pulido y brillante… ¿trozo? de piedra negra y rectangular que
desde aquel fatídico primer día del año mil de Nuestro Señor, apareció en medio
del mercado.
Dos años llevamos ya sin ver el astro de fuego y no sabemos
si alguna vez habrá aquí más amanecer.
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