No pasé de Bram Stoker. Y eso que me gustó mucho. De hecho, creo que Drácula es uno de los máximos exponentes del romanticismo del siglo diecinueve. Como buena novela decimonónica tiene todos los rasgos naturalistas y pre-industriales de la época, pero en medio de una compleja trama de vampiros que a mí, personalmente, me entretiene mucho más que las obras de Goethe o la mismísima Shelley.
Pero, como decía, no pasé de ahí. Mi afición vampírica se quedó en el siglo diecinueve. ¿Por qué? Pues digamos que la oferta que vino después de aquello… no me sedujo. Salvo alguna excepción en la gran pantalla, del tipo de Underworld, las historias de Van Helsing y compañía no me atrajeron demasiado. Después hubo un pequeño intento de la industria con vampiros que iban al instituto, con peinado rastafari y que les brillaban las escamas al sol cual trucha recién salida del agua, que le dio al género su toque de humor, pero que tampoco llegó a ser cosa seria. Cosa seria era Drácula. El conde de los Cárpatos fue el origen de todo y, en ese sentido, me interesa más el aspecto histórico y evolutivo de la especie. Quizá sea por esto por lo que me ha enganchado Valeria, de Diego Palacios Marxuach.
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