Hubo un tiempo no muy muy lejano, en el que los dioses
pisaban la tierra y dejaban huella en los humanos mortales. No en todos, solo
en los que sabían apreciarlo. Tiempos en los que U2 todavía eran U2, Queen no
había perdido a Freddie, Michael aún era negro, los Stones parecían próximos a
jubilarse, Bowie exploraba Marte, Madonna tenía conos en las tetas como
Afrodita A y R.E.M. perdía su religión.
Eran tiempos en los que los músicos eran idolatrados y
venerados como auténticas deidades. Eran tiempos en los que permanecían
inalcanzables a las hordas de fans. ¿Es acaso ese el problema? ¿Que ahora
podemos verlos en Twitter o Facebook, en fotos robadas o en autofotos publicadas
en Instagram y ya no “parecen” tan lejanos y menos aún venidos del cielo? ¿Que
ahora hay programas hechos solo para elegir los artistas que van a brillar
intensa y cansinamente durante los próximos… no sé, cinco meses? Por supuesto,
esa es parte del problema, pero lo más gordo es que, salvo honrosas excepciones
(y el reggaetón no se incluye en ellas –es más, ni cuenta como música–), la
música de ahora apesta y poca va a ser la que merezca pasar a la historia. El
ateísmo se abre paso.