Ya hice en su momento (Todos estaban vivos) una encarnizada
defensa del microrrelato. Del arte que exige la capacidad de concretar en pocas,
poquísimas palabras, una historia que tenga desarrollo, nudo y desenlace (o al
menos dos de ellos) y que en muchos casos parece llevarte por un camino cuando
en realidad te está dirigiendo justo al contrario, porque es el lector el que
va llenando las lagunas que el texto no deja claro de manera intencionada. Y
eso es algo que me encanta y que, aunque lo parezca, no es nada fácil. Una
palabra mal empleada o colocada al principio o al final de una frase puede
cambiar por completo el sentido del microrrelato. Es una labor de orfebrería.
El detalle y la precisión son algo vital para un microrrelatista. Siempre está
puliendo y dando brillo a las piezas, asegurándose de querer decir lo que
quiere decir y de hacerse entender (o malentender).
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