25 febrero 2017

Microcuentos de amor, lluvia y dinosaurios



Ya hice en su momento (Todos estaban vivos) una encarnizada defensa del microrrelato. Del arte que exige la capacidad de concretar en pocas, poquísimas palabras, una historia que tenga desarrollo, nudo y desenlace (o al menos dos de ellos) y que en muchos casos parece llevarte por un camino cuando en realidad te está dirigiendo justo al contrario, porque es el lector el que va llenando las lagunas que el texto no deja claro de manera intencionada. Y eso es algo que me encanta y que, aunque lo parezca, no es nada fácil. Una palabra mal empleada o colocada al principio o al final de una frase puede cambiar por completo el sentido del microrrelato. Es una labor de orfebrería. El detalle y la precisión son algo vital para un microrrelatista. Siempre está puliendo y dando brillo a las piezas, asegurándose de querer decir lo que quiere decir y de hacerse entender (o malentender).

Reseña completa en LyL

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