No creo que haya
nadie a estas alturas que no haya oído la famosa frase y lema de los Stark, “Se
acerca el invierno” o la no menos famosa “Un Lannister siempre paga sus deudas”
(aunque el lema oficial de estos no es ese, sino “Escucha mi rugido”). Quien
más y quien menos, todos o hemos visto o hemos oído hablar de Juego de Tronos, y los que la seguimos
hemos disfrutado y sufrido a partes iguales con las andanzas y los sorprendentes
giros de la trama, con bodas rojas, con reyes malvados a los que te apetecería
matar con tus manos, con juicios por combate que parecían ganados hasta el
último momento, con fuego valirio, con dragones que todos daban por extintos,
con asesinatos en el trono, con venganzas, con los infinitos nombres de
Daenerys, con la salchicha de Theon, con el Señor de Luz, con las
resucitaciones inesperadas, con los caminantes blancos, con los salvajes, con
la Guardia de la Noche, con los Inmaculados, con Valar Morghulis, con los huargos, con la sorpresa de encontrarte
con que tras la deseable muerte de un malvado aparece otro aún más hijoputa, con
la muerte de aquellos a los que hemos cogido cariño, con Hodor, con los nombres
difíciles de recordar y las retorcidas genealogías, con la “ignorancia” de Jon
Nieve (que podría decirse que es algo así como un corolario del “solo sé que no
sé nada” de Platón),… y con un largo etcétera de sucesos y personajes que han
quedado marcados para siempre en nuestro ser más profundo a fuego (y hielo).