De pequeño comía de todo. Si algo no me gustaba me obligaban
a quedarme en la mesa hasta que no quedara nada y, si tiempo después, el plato seguía
ahí, la comida se convertía en la cena. Y así siempre que hubiera algo que no
me gustaba y me resistía a dejar que penetrara en mi interior. Afortunadamente,
eso ocurría pocas veces porque, como digo, comía de todo y, lo que en un
principio “se me hacía bola” (recuerdo lo mucho que odié las espinacas),
acababa por comerlo.
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